Frederic Remington, Sin título (Hombre leyendo en
biblioteca), óleo, 1880
UN LIBRERO,
quizá el primero
Edgar A. G. Encina
Según Francisco Fernández del Castillo, en Libros y libreros en el siglo xvi (fce, 1914), Antón, «indio alto de buen rostro», originario de Michoacán, sacristán de la Iglesia de las minas de Zacatecas fue acusado, a los 13 días de febrero de 1561, de hurtar y vender libros que estaban bajo su resguardo pertenecientes a proceso inquisitorial ejecutado en el sitio. Detalles del proceso, anecdotario y estudio histórico-literario-filológico guardo para publicación que está por aparecer y que toman también como referencia documentos del Fondo Inquisitorial del Archivo General de la Nación, donde descubrimos pecados y desventuras.
Léanse estas líneas como entremés.
El
evento es importante porque bosqueja tres caminos para estudio. El primero, está
la utilización y provecho que Antón obtuvo de aquellos impresos, como medida de compra-venta y cambio, y que —a mi parecer— lo convirtió en la imagen del protolibrero americano, emparejándolo
temporalmente con la del editor-impresor-librero del siglo xvi, como Antonio de Espinosa.
Protolibrero, —en ese sentido— que marca al tiempo formas intrínsecas del
oficio y estampa la entrañable relación que conservan la música y la
literatura. Segundo, el proceso es una carpeta revisionista de la situación del
libro en la Nueva España en el que se encuentran rastros de las maneras en que
los libros permitidos y no, llegaban al continente, viajaban y satisfacían lectores. Tercero, a pesar de la pobreza en referencias bibliográficas, provee de
un ejercicio imaginativo que hace suponer sobre los libros con los que Juan de
Tolosa, Baltazár Temiño de Bañuelos, Cristóbal de Oñate, y Diego de Ibarra
fundaron la capital zacatecana. Junto a la lectura epistolar y evangélica, al
lado de catecismos y mapas de orientación, alguno de ellos pudo cargar con La Celestina (1499) de Fernando de Rojas, El libro áureo de Marco Aurelio (1528) de Antonio de Guevara o La nave de los locos (1494) que Sebastián Brant, entre un mar de posibles novelas, poemarios o tratados filosófico-religiosos que podrían enumerarse, permite bosquejar una historia de la lectura en la entidad desde el consumo y -de paso- entender porqué los pobladores de tierra adentro tienen algo de cristianos,
irredentos y locos.
Muy bueno!! Felicidades Edgar por el tema, sigamos rastreando la historia de los libros y de la lectura en México.
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